Cuento I

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No sabían aquellos hombres que tan perdidos estaban en ese abismo verde. Llevaban ya varios días buscando la manera de salir de lo profundo de aquella selva a la cual entraron en función de honorable reconocimiento. La selva les era familiar, habían entrado y salido de ella incontables veces y no había sucedido nada fuera de lo ordinario, pero aquella vez, el palacio de hojas se hartó de las botas y los machetes, y decidió cambiar sus sendas, mover sus árboles, cambiar la música de las aves, y olvidar las huellas y los cadáveres. La selva que conocían aquellos hombres era la misma, reconocían los árboles y las plantas, reconocían aquella rama con forma de cruz, o aquella marca con forma de polilla en el tronco, más aun así parecía que estaban en un sector enteramente nuevo y no cartografiado.

No se podía ver el sol, pero si sentir su implacable martirio por sobre las hojas que creaban un desagradable invernadero debajo de los brazos de los árboles, y hacían que cada paso sea terriblemente extenuante. A cuestas éstos llevaban casi, o poco más, de cincuenta kilogramos en equipo y recursos y  aparte de esto, armamento, balas, rifles y ametralladoras les acompañaban sucias y frías, silenciosas y sedientas. Las pobres armas no habían probado sacrificios en mucho tiempo, y sus usuarios estaban con mentes que poco a poco terminaban de devorarse a sí mismas. Los espíritus en los utensilios de muerte podían percibir al hambre monstruosa alborotarse en las panzas de sus señores, podían detectar la sed nublar sus gargantas, y la sensación de frío en el latir fuerte del miedo.

La caminata era pesada, larga y extenuante, daba la sensación de que el camino se iba empinando más cual si fueran a dirigirse a los altares del sol, ya había pasado mucho tiempo desde que tuvieron una victoria contra un grupo de narcoterroristas a los cuales aplastaron con justicia. Los días se tragaron las sonrisas y la sensación de victoria, y las reemplazaron con hojas y el desagradable sonido de hojas romperse por sobre sus cabezas. Estaban perdidos, inertes en el vacío de jade de la profunda Amazonía, encerrados en una prisión de árboles y encantamientos de miles de años de antigüedad, años de épocas doradas para otros pueblos que sólo la imaginación puede imaginar. Nadie podía si quiera entender el gran chiste, entre tanta selva, nada de comida, entre tanta humedad, nada de agua, no podía sentirse ni una gota caer al suelo, ni una sola fruta brillante o ninguna raíz comestible. No pasaban animales por la tierra y ni si quiera valía la pena ver si éstos pasaban por el dosel.

Uno de los hombres cayó. Era un muchacho de estatura mediana, de piel cobriza, ojos negros y cabello muy corto. Estaba empapado en sudor, frío, y su piel ardía. La fiebre del hambre lo consumía, y la angustia horadaba sus entrañas huecas.

—…párate Huanca— dijo uno de los hombres, uno fornido y con una cicatriz ya cerrada entre los ojos — ya debemos salir de aquí pronto.

Huanca no se podía parar, y no podía responder. Uno de los otros hombres le trató de dar de beber un poco de agua de una botella, pero sólo gotas cayeron. Los ojos perdidos del caído estaban apuntando a la nada, y sus labios se movían como si quisiese tratar de susurrar algo, pero las cuerdas vocales estaban trabadas en la nada. Lo miraron en silencio, y uno al ver cómo su compañero perdía su flama cubrió su rostro con sus sucias manos para luego darse media vuelta y alejarse un poco.

—¿Lo enterraremos o qué? — dijo uno de los soldados.

—Aún respira, pero no sé qué podamos hacer por él. — Dijo el hombre de la cicatriz entre las cejas. — No podemos llevarlo con nosotros, y debemos avanzar.

Un estomago ronroneó temeroso. Todos se miraron entre sí.

—Que mierda tienen… — habló temeroso otro de los hombres. Era un muchacho blanco de cabello castaño claro pero de mejillas rosadas. Su estómago también ronroneó.

La idea del canibalismo en una situación de emergencia que siempre ha sido una opción que quienes la han sufrido la han aceptado como último recurso para no sentir culpa.  Ya los días eran olvidados y las noches aceptadas, y las raciones de alimento se habían acabado. Huanca estaba moribundo y su delicada respiración hacía que los soldados despertasen un instinto que ellos no habían sentido jamás. Poco a poco, el hombre caía más y la tierra le añoraba. No moriría como hubiera querido, durmiendo con su novia ni su recién nacido, no viviría para tomar unas cervezas en el techo con sus amigos del barrio mientras Perú jugaba alguna otra clasificatoria a algún mundial al cual quizás no iría. Y se esfumó el último aliento,  el cuerpo de Huanca cayó delicado al colchón de hojas secas. Sus compañeros se miraron los unos a los otros y mientras algunos cogieron su equipo otros se persignaban y rezaban. Tenían hambre, pero no tanto al grado de que querer devorar a su compañero caído. Uno de ellos, cogió su billetera y la guardó consigo. Pensaba quizás hacerla llegar a la novia y ahora viuda en aquél barrio de Ica.

Nuevamente todos de pie a avanzar, y a perderse entre los muros del Amazonas. Algunos de los hombres comenzaron a  rezagarse siguiendo la idea de que habían escuchado algún arroyo o a una manada de cerdos, otros pensando que habían olido carne asándose al fuego, y otros que sintieron la música de alguna fiesta. Así del grupo pronto sólo permanecieron seis unidos, perdidos juntos.

No se supo nunca nada más de quienes se fueron separando. Quienes permanecieron estaban demacrados y perdieron mucho peso. Uno de ellos tenía una herida que apestaba a cadáver, y otro de ellos hacía varios días que no hablaba ya. El liderazgo había caído en silencio, y ya los hombres comenzaban a dejar sus equipos atrás, rezaban en silencio y en voz alta a las noches, en desesperación a quien le escuche, al dios cristiano que vino desde España o al panteón que gobernaba esas tierras antes de la conquista. Ya era otra noche más, y ya no valía la pena hacer fuego. No importaba si aparecía un grupo de terroristas y les daban muerte, o si un jaguar saltaba de entre la negrura de la noche a llevarlos al sueño eterno.

—Podemos terminar con esto si queremos, aún tenemos balas, y si nos disparamos podríamos terminar con esta mierda de una vez. — Dijo tartamudeando uno de los hombres, el que tenía la herida hedionda.

—Tenemos que salir de esto, sé que se puede, es cuestión de tiempo hasta que nos encuentren — Dijo otro de los hombres mientras hablaba recostado de costado.

—Ya olvidé como suenan los helicópteros — Habló el hombre de la cicatriz— Y no nos están buscando, quizás hayamos cruzado frontera y estemos en Brasil o en Ecuador, o incluso podemos estar muchísimo más lejos. Ya de hecho perdí la dirección hace demasiado tiempo.

La hojarasca comenzó a sonar, cual si algo se escabullese entre las sombras. No había luz para ver, así es que uno de ellos alumbro con lo que quedaba de un encendedor. Vieron entonces, como un cordero aparecía entre las hojas, gordo y manso, sin miedo a los hombres. Era blanco como la luna y  muy amigable. Se acercó a los soldados hambrientos y éstos pasmados no sabían que hacer, pues temían espantar al animalito.

El hombre de la cicatriz estiró si mano y el pequeño cordero se acercó y lamió los dedos del soldado, quien lo sujetó entre sus brazos y llorando le habló:

—Oh pequeño, ¿también te perdiste con nosotros, o para nosotros?

El pequeño cordero se acurrucó y durmió. Los demás soldados se arremolinaron ante el hombre de la cicatriz y comenzaron a armar una pira. El hombre de la cicatriz lentamente sacó su cuchillo y lo clavó en el cuello del corderito que sin despertar de desangró hasta morir. Hicieron fuego y y pusieron la carne al calor para cocinarlo. No desperdiciaron nada más que el pelo y los huesos, devoraron hasta los órganos más desagradables y comieron hasta la vegetación a medio digerir del estómago del animal. No fue suficiente, pero ya aunque sea habían sintieron un motivo de felicidad, una barriga despegada y con algo con qué trabajar, carne para la moral y sangre para el honor.

Ni bien culminaron con su pequeño festín los soldados se dispusieron a dormir. Nadie hacía guardias nocturnas ya, nadie quería privarse de sueño por ningún motivo. Todos cerraron los ojos y se hundieron en sueños, más no así el hombre de la cicatriz. El olía a sus manos y éstas olían a sangre. No era la primera vez que olían así, pero era la primera vez que la sangre cargaba un aura extraña y, de cierto modo, sacrílega. Pensaba en su casa en Lima, y en el ropero que tenía que terminar de reparar, pensaba en su perro mestizo, pensaba en cuanto quería comer un plato inmenso de lomo saltado. Pensaba en la textura de la jugosa carne deshaciéndose en su boca con cada mordisco, mientras comenzaba a escurrir saliva por un costado de la boca. Entre fantasías cerró sus ojos, y rápidamente cayó en un sueño del cual fue extraído con una sensación desagradable y aterradora como de alguien lamiendo los dedos de una de sus manos. El soldado se puso de pie sujetando su rifle, mirando a todo lado en la más absoluta oscuridad. Tenía la sensación de la lamida en su mano, y por algún motivo esto le caló un temor muy interno, muy infantil, un temor oculto. Quería despertar a su pelotón pero no se atrevió.

De pie, el soldado permaneció. No podía escuchar nada, ni un respiro, ni los de sus compañeros. Fue entonces cuando pudo sentirse observado desde las alturas y desde los recovecos de mayor negrura entre lo oscuro. El hombre de la cicatriz sentía sus ojos hacerse líquidos, como si tuviera cinco años de nuevo aquella vez que no podía abrir la puerta de la calle mientras venían dos perros grandes hacia él. Presionó los labios y puso rostro serio. Apuntó y en su mente amenazó al viento y al miedo. Recordó como sus padres y abuelos le enseñaron a maldecir cuando sintiese la presencia de lo maligno.

“Recuerda Mario que cuando sientas que hay algo ahí, mándalo a la mierda, por el nombre de Dios y que se vaya a la mierda nuevamente” dijo su madre una vez que estaban pelando habas en la cocina y sintieron cómo una ventana se cerraba para luego abrirse con desconsiderada violencia y sin ser movida por ningún viento. Sus ojos se inyectaban de sangre como tratando de ver en la negrura eterna de la selva, pero no funcionaba. En voz alta insultó a quién le estuviese amenazando o jugando una broma de mal gusto, y dijo tantas lisuras y tantas veces mencionó el nombre de Dios en vano que su entrada al Cielo Cristiano estaba en duda ya. Luego de la lluvia de maldiciones, la respiración y el latido de Mario comenzaban a sonar con fuerza en sus oídos. Él era un hombre fuerte y rudo, y conocía bien las pesadillas que a uno le despiertan empapado en sudor, pero esto era diferente, su instinto estaba muy desesperado y se sentía como si fuese un conejo en una pradera despejada con cientos de águilas mirando en sus salones nublados. No bajaba el arma de la guardia, y ésta esperaba su tributo en igniciones continuas de miedo y vidas desvaneciéndose.

—¿A qué le teme un hombre tan fuerte y valiente? — hablaron dos voces a la vez, de hombre y mujer, no podía conjeturarse la dirección de la que éstas venían, ni si quiera era posible saber si estaban juntas o separadas. Mario permaneció silente. Temía que al responder seguiría alguna trampa que no pudiese superar. —A que le teme un valiente soldado del ejército del Perú, asesino de tantos hombres, guerrero digno de la sangre de sus ancestros originales y extranjeros ¿Temes a una lengüita que tímida lamió una de tus manitas?

Las pupilas de Mario comenzaron entonces a disipar una figura en la negrura. Vio una sección incluso más oscura que lo nulo que le rodeaba. Y sintió una mirada penetrante de dicha área. Con voz de mando ordenó a sus hombres ponerse de pie pero éstos aún  dormían con una felicidad única. Era un sueño bien merecido después de una tan larga esperada merienda.

—Ese corderito fue un regalo a ustedes de mi parte, tenían demasiada hambre y sentí una gran misericordia. Aun así, me es imposible entender cómo tan experimentados soldados se perdieron en un sector que tan bien conocían. No han podido ni escuchar al río que está a unos 30 metros de ustedes y saciar su sed, ni ver los carnosos tapishos que están al alcance de sus manos—. Dijo las voces con amor.

Los ojos del capitán de la cicatriz comenzaban a vislumbrar los frutos del árbol que tanta pulpa tenían y sus oídos comenzaban a sentir el martillo del rio cerca. Su estómago se estremeció y su lengua se convirtió en una costa árida y desértica como las del Pacífico. La necesidad de correr al río comenzaba a apoderarse de su mente, más no dejó de apuntar a las sombras.

—Ve a beber, ve a comer, quizás encuentres algunos peces dormidos entre las rocas y no necesites más que cogerlos. La luna esta brillante y abierta, desnuda de nubes que te priven ver. No te perderás, pero recuerda el camino, para que al despertar tus hombres puedan comer también. Recuerda el camino porque ahora deberán seguir el río, recuérdalo porque hay civilización río abajo—. Dijo la sombra, y calló para ya no hablar más.

La luna brillo con fuerza y el hombre de la cicatriz pudo ver en medio de las sombras. Caminó con cuidado en dirección a donde sonaba una masa de agua arrastrarse lentamente entre roca y sedimento, una masa con el canto de la garganta y de la flor, con el canto de la lluvia y de la frescura antes del sueño. Mario seguía avanzando con cautela, como si se tratase de un ciervo dirigiéndose a un solitario abrevadero sin arbustos para ocultarse. Avanzaba cauteloso, aunque menos a cada paso. Olvidó el sabor del lomo saltado, olvidó el ropero, olvidó el peaje a Lima, olvido el olor del sexo de la mujer y olvidó que estaba en las entrañas de la selva, el muro de jade que los Inca prometieron no atravesar por temor y respeto a los monstruos que ahí moraban.

Sus pisadas eran guiadas a las aguas brillantes de un río que había estado silencioso ante el clamor de los perdidos y misericordia, un rio que no escuchaba plegarias de aquellos que no le contemplaron atención. Vio el hombre de la cicatriz  las aguas pastar frente a él, aguas avanzar con tranquilidad y paciencia. Soltó la Casanave SC-2005 a la arena, y ésta cayó pesadamente en un eco que tragó el sedimento. Poco a poco la impaciencia ganaba, y el paso desesperado se convirtió en carrera. Llegó Mario a las orillas del río y se metió hasta el ombligo, se inclinó para darse un chapuzón y mojó sus cabellos y su nuca. Sintió el cabello despegarse de suciedad y escuchó ese sonido de agua entrando en las orejas. Emergió absorbiendo aire pesadamente como un hipopótamo, violentamente comenzó a reír y a agitarse en el agua, a palmear el río y a cantar algo irreconocible. Vio a lo alto del cielo y vio a la luna brillante y desnuda, plateada y observándole cual si se tratase de un enorme dron de espionaje de algún país enemigo. No importaba. Había agua, y la barriga llena hacía un estado de ánimo pronto. Agradeció a Dios, y a las voces que le dijeron como llegar al río.

Volvió a sumergirse en lo profundo y sorbió agua abajo, toco el suelo y se empujó hacia arriba y emergió nuevamente riendo a carcajadas. Gritando, llamó a sus compañeros para que se le unan, pero sus llamados no fueron respondidos. No importó, Mario era feliz porque al fin aplacó una monstruosa sed y tenía una dirección, contemplo las estrellas y con ellas trazó un mapa mental, y así ya tenía un camino a seguir. Se dirigió a la orilla por la cual vino, nadando con calma, como si el mundo se hubiera detenido para él. Recordó los peces de los cuales las voces le había hablado, y nadando con cautela se acercó y pudo verlos con mucha claridad. Peces negros en fondo de arena más clara, su reflejo contra la luna los hacía fáciles de ver. Con cuidado, Mario trató de atraparlos, pero se dio cuenta que los peces prácticamente se metieron entre sus dedos y buscaron el masajes de sus manos. Atrapó así a dos peces, y los lanzó a la arena, donde murieron apenas tocaron tierra. Pensó en atrapar más, se volvió a sumergir y uno de los peces comenzó a nadar hacia abajo, le siguió y entonces vio como el pez se metió entre vegetación acuática. El capitán se dirigió más abajo y metió la mano entre las plantas que alfombraban el río y bailaban con la corriente, rebuscó y salieron de entre las plantas muchos pececitos pequeños de colores brillantes. Mario sonrió, y volvió a su faena, volvió a ver entre la vegetación y contempló entonces algo oculto, algo brillante, cual si de metal se tratase. Mario lo sujetó y lo extrajo, se trataba de la hoja oxidada de una espada, y a su base, un brazo putrefacto con armadura la sujetaba. Mario lo soltó del susto, y como se la acababa el aire se dio media vuelta para aspirar más aire y volver a investigar.

Con mucha premura se alzó por sobre el rio y tomó mucho aire. Volvió a sumergirse y estudió el cuerpo, llevaba armadura y el cuerpo aparentemente llevaba poco tiempo ahí, sin embargo debido a su atuendo parecía mucho más antiguo.

—Quizás algún turista huevón se perdió en alguna fiesta de Halloween—. Pensó Mario.

La espada era recta, y contemplo que el cabello y barbas eran muy tupidos, llevaba consigo también un pequeño martillo grabado en hueso alrededor del cuello. Luego de ver los restos, Mario consideró que ya era suficiente con hurgar, y podía ser irrespetuoso. Apenas llegasen al pueblo alertarían a la policía con respecto a éste turista y podrían retirarlo.

Mientras Mario se disponía a emerger contemplo otras cosas más brillando por la luz de la luna. Emergió, absorbió más aire y volvió a sumergirse con premura, su curiosidad sólo había crecido más. Se dirigió hasta lo profundo y contempló más personas vestidas como la primera persona que descubrió, con características similares y objetos como jarrones, cuencos, hachas, martillos, clavos grandes, sogas, cuchillos y varias otras cosas fragmentadas. Vio escudos grandes y vio dos mujeres con cabellos claros y trenzados, vio yelmos que cubrían el rostro y contó alrededor de ocho individuos. Estaba sorprendido, esto no podía ser, un viaje de turismo no era posible ya, pero, no tenía lógica, los cuerpos no parecían más de tener más de dos semanas bajo el agua, y aun así sus objetos sí estaban degradados, demasiado para equivaler al tiempo de la carne dentro de las prendas.

Mario se dirigió hacia la superficie y comenzó a nadar hasta la orilla más cercana, salió de las aguas y se dirigió a por su arma y los peces, y a despertar a su gente, sin embargo se detuvo a medio camino, al ver que su arma estaba tibia en las manos desnudas de una mujer de piel muy clara y suave, desnuda como como la arena de aquella orilla. La mujer no parecía de la zona, su piel clara no era como la de la gente de los alrededores (si es que eso tiene gracia, porque hacía demasiado tiempo que no veían a nadie alrededor) y aparentemente no sabía sujetar el arma. Su cabello era claro, muy largo, y sus ojos eran también de una tonalidad clara que la luna no dejaba distinguir. Su desnudez no causaba deseo animal en el soldado, éste sólo se preocupaba en que la doncella no decidiese descargar el vientre de la Casanave o que se tratase de alguna trampa de enemigos entre las hojas.

—Niña, baja esa arma, lentamente, apóyala en el suelo, date media vuelta con las manos en alto y luego ponlas en el suelo — dijo con firmeza el capitán Mario de la cicatriz.

—Me temo que la infancia no es algo que está en mí ya. — dijo la dama — y guardo tu arma para matarte, si no para que no me ataques. He visto a tu pueblo hacerlo al suyo propio muchas veces, nada evitaría que me lo hagas a mí. Aunque de poco te fuera a servir.

Mario sintió un escalofrío bajar lentamente por su espalda cual si se tratase del placentero lamido de una amante deseosa. En su mente comenzó a imaginar cientos de miles de posibilidades, tal y cómo había sido instruido al entrar a las fuerzas especiales. En voz de mando y amenazante comenzó a insultar y a maldecir a la mujer, pero éste sólo se rio muy tímidamente.

—Esos trucos no funcionan siempre, de hecho en la mitad de la selva poco harán. Esos hombres y mujeres que ves en el fondo del lecho del río vinieron perdidos desde la costa del Atlántico hace cientos de años, vinieron confundidos por el calor y el hambre, ahuyentados por las tribus nativas de esas costas, hasta llegar aquí. También vinieron clamando hambre y rezándole a sus dioses de la tormenta y de la sabiduría. Pero sus dioses no les respondieron, yo sí. — dijo la dama mientras comenzó a caminar hacia el río. Era delicada en su paso, y no dejaba huellas en la arena. La luna comenzaba a bajar, y el cielo comenzaba a pintarse de naranja. Era grácil y elegante.

El capitán Mario no podía decir nada, no podía apartar la mirada de la mujer. No sabía que preguntar, pero moría por preguntar todo lo que el mundo guarda para sí mismo. Con los pies ya en el río, la dama sujetó el arma y apuntó al hombre que inmóvil la veía. La doncella lanzó el arma y el soldado la sujetó en el aire, pero él no la apuntó de vuelta a ella, tuvo miedo de tan sólo pensarlo. Ella comenzó a entrar en el río de un salto se zambulló en él, desapareciendo. El soldado volteó al rio, y uso la luz de la madrugada para buscar a la mujer. Llevaba firme el arma con él, más no se atrevió a apuntar al agua. A unos metros de dónde ella se sumergió, emergió de un salto un delfín de río, Inia geoffrensis, y éste asomando después de caer nuevamente al agua se quedó observando al soldado. Movió la cabeza en señal juguetona y se marchó. El soldado sintió algo en su estómago, pero entendió que era mejor marcharse lejos de ahí.

—¡Gracias por los sacrificios para tu libertad! — dijo las voces desde atrás de él.

Mario volteó, y sus ojos se achicaron al ver la enorme masa de una gigantesca serpiente de pequeños ojos brillantes como neones amarillos en el río. La piel era verduzca con tonalidades marrones, y el cuerpo musculoso parecía demasiado pesado para reptar por tierra firme. La serpiente llevaba algas que crecían alrededor de su mole, y el delfín rosado, la dama desnuda, nadaba a su alrededor. Muchas mariposas nocturnas volaban por sobre su cabeza y su lomo, y su lengua bífida rascaba el aire con impaciencia. El soldado instintivamente apuntó el arma hacia la serpiente pero ésta sólo dio una leve risotada.

  • No puede el arma del hombre hacerle daño a la Yacumama, ya mucho daño hace cuando rompe las tripas de la tierra y ensucia con sangre negra al río. Vete ya, y vete sólo, sigue el río que he hecho para ti, y que tus amigos duerman con los “turistas” de Dinamarca.

Mario miró al bosque, y miró río abajo. Guardó el arma y caminó lento pero firme, sin detenerse. Cogió los peces y los guardó en la mochila. Reconoció frutos y no se despegó del río. Con el rabillo del ojo contemplo a la Madre de las Aguas sumergir su masa en el río de poca profundidad cual si se tratase de un abismo oceánico sin si quiera alterar el cauce de la corriente. No pensó en sus hombres que quizás aún dormían, olvidó las malas palabras y sólo agradecía al nombre de Dios por no ser devorado o sacrificado.

Caminó sin cesar hasta casi las seis de la tarde, que fue cuando llegó a una aldea pequeña en donde le prestaron ayuda. Había banderas peruanas, así es que sabía que no sería tratado como hostil ni invasor al haber cruzado alguna frontera. Se le dio medicina y se le llevó al hospital, donde durmió pesadamente por dos días. Salió en los periódicos locales, y volvió a Lima, dónde termino de arreglar su ropero y dio de comer a su perro, y se tatuó una anaconda desde la mano derecha hasta el respectivo hombro.

Y nunca contó a nadie lo que pasó.

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