Cuento I

Resultado de imagen para amazonia

No sabían aquellos hombres que tan perdidos estaban en ese abismo verde. Llevaban ya varios días buscando la manera de salir de lo profundo de aquella selva a la cual entraron en función de honorable reconocimiento. La selva les era familiar, habían entrado y salido de ella incontables veces y no había sucedido nada fuera de lo ordinario, pero aquella vez, el palacio de hojas se hartó de las botas y los machetes, y decidió cambiar sus sendas, mover sus árboles, cambiar la música de las aves, y olvidar las huellas y los cadáveres. La selva que conocían aquellos hombres era la misma, reconocían los árboles y las plantas, reconocían aquella rama con forma de cruz, o aquella marca con forma de polilla en el tronco, más aun así parecía que estaban en un sector enteramente nuevo y no cartografiado.

No se podía ver el sol, pero si sentir su implacable martirio por sobre las hojas que creaban un desagradable invernadero debajo de los brazos de los árboles, y hacían que cada paso sea terriblemente extenuante. A cuestas éstos llevaban casi, o poco más, de cincuenta kilogramos en equipo y recursos y  aparte de esto, armamento, balas, rifles y ametralladoras les acompañaban sucias y frías, silenciosas y sedientas. Las pobres armas no habían probado sacrificios en mucho tiempo, y sus usuarios estaban con mentes que poco a poco terminaban de devorarse a sí mismas. Los espíritus en los utensilios de muerte podían percibir al hambre monstruosa alborotarse en las panzas de sus señores, podían detectar la sed nublar sus gargantas, y la sensación de frío en el latir fuerte del miedo.

La caminata era pesada, larga y extenuante, daba la sensación de que el camino se iba empinando más cual si fueran a dirigirse a los altares del sol, ya había pasado mucho tiempo desde que tuvieron una victoria contra un grupo de narcoterroristas a los cuales aplastaron con justicia. Los días se tragaron las sonrisas y la sensación de victoria, y las reemplazaron con hojas y el desagradable sonido de hojas romperse por sobre sus cabezas. Estaban perdidos, inertes en el vacío de jade de la profunda Amazonía, encerrados en una prisión de árboles y encantamientos de miles de años de antigüedad, años de épocas doradas para otros pueblos que sólo la imaginación puede imaginar. Nadie podía si quiera entender el gran chiste, entre tanta selva, nada de comida, entre tanta humedad, nada de agua, no podía sentirse ni una gota caer al suelo, ni una sola fruta brillante o ninguna raíz comestible. No pasaban animales por la tierra y ni si quiera valía la pena ver si éstos pasaban por el dosel.

Uno de los hombres cayó. Era un muchacho de estatura mediana, de piel cobriza, ojos negros y cabello muy corto. Estaba empapado en sudor, frío, y su piel ardía. La fiebre del hambre lo consumía, y la angustia horadaba sus entrañas huecas.

—…párate Huanca— dijo uno de los hombres, uno fornido y con una cicatriz ya cerrada entre los ojos — ya debemos salir de aquí pronto.

Huanca no se podía parar, y no podía responder. Uno de los otros hombres le trató de dar de beber un poco de agua de una botella, pero sólo gotas cayeron. Los ojos perdidos del caído estaban apuntando a la nada, y sus labios se movían como si quisiese tratar de susurrar algo, pero las cuerdas vocales estaban trabadas en la nada. Lo miraron en silencio, y uno al ver cómo su compañero perdía su flama cubrió su rostro con sus sucias manos para luego darse media vuelta y alejarse un poco.

—¿Lo enterraremos o qué? — dijo uno de los soldados.

—Aún respira, pero no sé qué podamos hacer por él. — Dijo el hombre de la cicatriz entre las cejas. — No podemos llevarlo con nosotros, y debemos avanzar.

Un estomago ronroneó temeroso. Todos se miraron entre sí.

—Que mierda tienen… — habló temeroso otro de los hombres. Era un muchacho blanco de cabello castaño claro pero de mejillas rosadas. Su estómago también ronroneó.

La idea del canibalismo en una situación de emergencia que siempre ha sido una opción que quienes la han sufrido la han aceptado como último recurso para no sentir culpa.  Ya los días eran olvidados y las noches aceptadas, y las raciones de alimento se habían acabado. Huanca estaba moribundo y su delicada respiración hacía que los soldados despertasen un instinto que ellos no habían sentido jamás. Poco a poco, el hombre caía más y la tierra le añoraba. No moriría como hubiera querido, durmiendo con su novia ni su recién nacido, no viviría para tomar unas cervezas en el techo con sus amigos del barrio mientras Perú jugaba alguna otra clasificatoria a algún mundial al cual quizás no iría. Y se esfumó el último aliento,  el cuerpo de Huanca cayó delicado al colchón de hojas secas. Sus compañeros se miraron los unos a los otros y mientras algunos cogieron su equipo otros se persignaban y rezaban. Tenían hambre, pero no tanto al grado de que querer devorar a su compañero caído. Uno de ellos, cogió su billetera y la guardó consigo. Pensaba quizás hacerla llegar a la novia y ahora viuda en aquél barrio de Ica.

Nuevamente todos de pie a avanzar, y a perderse entre los muros del Amazonas. Algunos de los hombres comenzaron a  rezagarse siguiendo la idea de que habían escuchado algún arroyo o a una manada de cerdos, otros pensando que habían olido carne asándose al fuego, y otros que sintieron la música de alguna fiesta. Así del grupo pronto sólo permanecieron seis unidos, perdidos juntos.

No se supo nunca nada más de quienes se fueron separando. Quienes permanecieron estaban demacrados y perdieron mucho peso. Uno de ellos tenía una herida que apestaba a cadáver, y otro de ellos hacía varios días que no hablaba ya. El liderazgo había caído en silencio, y ya los hombres comenzaban a dejar sus equipos atrás, rezaban en silencio y en voz alta a las noches, en desesperación a quien le escuche, al dios cristiano que vino desde España o al panteón que gobernaba esas tierras antes de la conquista. Ya era otra noche más, y ya no valía la pena hacer fuego. No importaba si aparecía un grupo de terroristas y les daban muerte, o si un jaguar saltaba de entre la negrura de la noche a llevarlos al sueño eterno.

—Podemos terminar con esto si queremos, aún tenemos balas, y si nos disparamos podríamos terminar con esta mierda de una vez. — Dijo tartamudeando uno de los hombres, el que tenía la herida hedionda.

—Tenemos que salir de esto, sé que se puede, es cuestión de tiempo hasta que nos encuentren — Dijo otro de los hombres mientras hablaba recostado de costado.

—Ya olvidé como suenan los helicópteros — Habló el hombre de la cicatriz— Y no nos están buscando, quizás hayamos cruzado frontera y estemos en Brasil o en Ecuador, o incluso podemos estar muchísimo más lejos. Ya de hecho perdí la dirección hace demasiado tiempo.

La hojarasca comenzó a sonar, cual si algo se escabullese entre las sombras. No había luz para ver, así es que uno de ellos alumbro con lo que quedaba de un encendedor. Vieron entonces, como un cordero aparecía entre las hojas, gordo y manso, sin miedo a los hombres. Era blanco como la luna y  muy amigable. Se acercó a los soldados hambrientos y éstos pasmados no sabían que hacer, pues temían espantar al animalito.

El hombre de la cicatriz estiró si mano y el pequeño cordero se acercó y lamió los dedos del soldado, quien lo sujetó entre sus brazos y llorando le habló:

—Oh pequeño, ¿también te perdiste con nosotros, o para nosotros?

El pequeño cordero se acurrucó y durmió. Los demás soldados se arremolinaron ante el hombre de la cicatriz y comenzaron a armar una pira. El hombre de la cicatriz lentamente sacó su cuchillo y lo clavó en el cuello del corderito que sin despertar de desangró hasta morir. Hicieron fuego y y pusieron la carne al calor para cocinarlo. No desperdiciaron nada más que el pelo y los huesos, devoraron hasta los órganos más desagradables y comieron hasta la vegetación a medio digerir del estómago del animal. No fue suficiente, pero ya aunque sea habían sintieron un motivo de felicidad, una barriga despegada y con algo con qué trabajar, carne para la moral y sangre para el honor.

Ni bien culminaron con su pequeño festín los soldados se dispusieron a dormir. Nadie hacía guardias nocturnas ya, nadie quería privarse de sueño por ningún motivo. Todos cerraron los ojos y se hundieron en sueños, más no así el hombre de la cicatriz. El olía a sus manos y éstas olían a sangre. No era la primera vez que olían así, pero era la primera vez que la sangre cargaba un aura extraña y, de cierto modo, sacrílega. Pensaba en su casa en Lima, y en el ropero que tenía que terminar de reparar, pensaba en su perro mestizo, pensaba en cuanto quería comer un plato inmenso de lomo saltado. Pensaba en la textura de la jugosa carne deshaciéndose en su boca con cada mordisco, mientras comenzaba a escurrir saliva por un costado de la boca. Entre fantasías cerró sus ojos, y rápidamente cayó en un sueño del cual fue extraído con una sensación desagradable y aterradora como de alguien lamiendo los dedos de una de sus manos. El soldado se puso de pie sujetando su rifle, mirando a todo lado en la más absoluta oscuridad. Tenía la sensación de la lamida en su mano, y por algún motivo esto le caló un temor muy interno, muy infantil, un temor oculto. Quería despertar a su pelotón pero no se atrevió.

De pie, el soldado permaneció. No podía escuchar nada, ni un respiro, ni los de sus compañeros. Fue entonces cuando pudo sentirse observado desde las alturas y desde los recovecos de mayor negrura entre lo oscuro. El hombre de la cicatriz sentía sus ojos hacerse líquidos, como si tuviera cinco años de nuevo aquella vez que no podía abrir la puerta de la calle mientras venían dos perros grandes hacia él. Presionó los labios y puso rostro serio. Apuntó y en su mente amenazó al viento y al miedo. Recordó como sus padres y abuelos le enseñaron a maldecir cuando sintiese la presencia de lo maligno.

“Recuerda Mario que cuando sientas que hay algo ahí, mándalo a la mierda, por el nombre de Dios y que se vaya a la mierda nuevamente” dijo su madre una vez que estaban pelando habas en la cocina y sintieron cómo una ventana se cerraba para luego abrirse con desconsiderada violencia y sin ser movida por ningún viento. Sus ojos se inyectaban de sangre como tratando de ver en la negrura eterna de la selva, pero no funcionaba. En voz alta insultó a quién le estuviese amenazando o jugando una broma de mal gusto, y dijo tantas lisuras y tantas veces mencionó el nombre de Dios en vano que su entrada al Cielo Cristiano estaba en duda ya. Luego de la lluvia de maldiciones, la respiración y el latido de Mario comenzaban a sonar con fuerza en sus oídos. Él era un hombre fuerte y rudo, y conocía bien las pesadillas que a uno le despiertan empapado en sudor, pero esto era diferente, su instinto estaba muy desesperado y se sentía como si fuese un conejo en una pradera despejada con cientos de águilas mirando en sus salones nublados. No bajaba el arma de la guardia, y ésta esperaba su tributo en igniciones continuas de miedo y vidas desvaneciéndose.

—¿A qué le teme un hombre tan fuerte y valiente? — hablaron dos voces a la vez, de hombre y mujer, no podía conjeturarse la dirección de la que éstas venían, ni si quiera era posible saber si estaban juntas o separadas. Mario permaneció silente. Temía que al responder seguiría alguna trampa que no pudiese superar. —A que le teme un valiente soldado del ejército del Perú, asesino de tantos hombres, guerrero digno de la sangre de sus ancestros originales y extranjeros ¿Temes a una lengüita que tímida lamió una de tus manitas?

Las pupilas de Mario comenzaron entonces a disipar una figura en la negrura. Vio una sección incluso más oscura que lo nulo que le rodeaba. Y sintió una mirada penetrante de dicha área. Con voz de mando ordenó a sus hombres ponerse de pie pero éstos aún  dormían con una felicidad única. Era un sueño bien merecido después de una tan larga esperada merienda.

—Ese corderito fue un regalo a ustedes de mi parte, tenían demasiada hambre y sentí una gran misericordia. Aun así, me es imposible entender cómo tan experimentados soldados se perdieron en un sector que tan bien conocían. No han podido ni escuchar al río que está a unos 30 metros de ustedes y saciar su sed, ni ver los carnosos tapishos que están al alcance de sus manos—. Dijo las voces con amor.

Los ojos del capitán de la cicatriz comenzaban a vislumbrar los frutos del árbol que tanta pulpa tenían y sus oídos comenzaban a sentir el martillo del rio cerca. Su estómago se estremeció y su lengua se convirtió en una costa árida y desértica como las del Pacífico. La necesidad de correr al río comenzaba a apoderarse de su mente, más no dejó de apuntar a las sombras.

—Ve a beber, ve a comer, quizás encuentres algunos peces dormidos entre las rocas y no necesites más que cogerlos. La luna esta brillante y abierta, desnuda de nubes que te priven ver. No te perderás, pero recuerda el camino, para que al despertar tus hombres puedan comer también. Recuerda el camino porque ahora deberán seguir el río, recuérdalo porque hay civilización río abajo—. Dijo la sombra, y calló para ya no hablar más.

La luna brillo con fuerza y el hombre de la cicatriz pudo ver en medio de las sombras. Caminó con cuidado en dirección a donde sonaba una masa de agua arrastrarse lentamente entre roca y sedimento, una masa con el canto de la garganta y de la flor, con el canto de la lluvia y de la frescura antes del sueño. Mario seguía avanzando con cautela, como si se tratase de un ciervo dirigiéndose a un solitario abrevadero sin arbustos para ocultarse. Avanzaba cauteloso, aunque menos a cada paso. Olvidó el sabor del lomo saltado, olvidó el ropero, olvidó el peaje a Lima, olvido el olor del sexo de la mujer y olvidó que estaba en las entrañas de la selva, el muro de jade que los Inca prometieron no atravesar por temor y respeto a los monstruos que ahí moraban.

Sus pisadas eran guiadas a las aguas brillantes de un río que había estado silencioso ante el clamor de los perdidos y misericordia, un rio que no escuchaba plegarias de aquellos que no le contemplaron atención. Vio el hombre de la cicatriz  las aguas pastar frente a él, aguas avanzar con tranquilidad y paciencia. Soltó la Casanave SC-2005 a la arena, y ésta cayó pesadamente en un eco que tragó el sedimento. Poco a poco la impaciencia ganaba, y el paso desesperado se convirtió en carrera. Llegó Mario a las orillas del río y se metió hasta el ombligo, se inclinó para darse un chapuzón y mojó sus cabellos y su nuca. Sintió el cabello despegarse de suciedad y escuchó ese sonido de agua entrando en las orejas. Emergió absorbiendo aire pesadamente como un hipopótamo, violentamente comenzó a reír y a agitarse en el agua, a palmear el río y a cantar algo irreconocible. Vio a lo alto del cielo y vio a la luna brillante y desnuda, plateada y observándole cual si se tratase de un enorme dron de espionaje de algún país enemigo. No importaba. Había agua, y la barriga llena hacía un estado de ánimo pronto. Agradeció a Dios, y a las voces que le dijeron como llegar al río.

Volvió a sumergirse en lo profundo y sorbió agua abajo, toco el suelo y se empujó hacia arriba y emergió nuevamente riendo a carcajadas. Gritando, llamó a sus compañeros para que se le unan, pero sus llamados no fueron respondidos. No importó, Mario era feliz porque al fin aplacó una monstruosa sed y tenía una dirección, contemplo las estrellas y con ellas trazó un mapa mental, y así ya tenía un camino a seguir. Se dirigió a la orilla por la cual vino, nadando con calma, como si el mundo se hubiera detenido para él. Recordó los peces de los cuales las voces le había hablado, y nadando con cautela se acercó y pudo verlos con mucha claridad. Peces negros en fondo de arena más clara, su reflejo contra la luna los hacía fáciles de ver. Con cuidado, Mario trató de atraparlos, pero se dio cuenta que los peces prácticamente se metieron entre sus dedos y buscaron el masajes de sus manos. Atrapó así a dos peces, y los lanzó a la arena, donde murieron apenas tocaron tierra. Pensó en atrapar más, se volvió a sumergir y uno de los peces comenzó a nadar hacia abajo, le siguió y entonces vio como el pez se metió entre vegetación acuática. El capitán se dirigió más abajo y metió la mano entre las plantas que alfombraban el río y bailaban con la corriente, rebuscó y salieron de entre las plantas muchos pececitos pequeños de colores brillantes. Mario sonrió, y volvió a su faena, volvió a ver entre la vegetación y contempló entonces algo oculto, algo brillante, cual si de metal se tratase. Mario lo sujetó y lo extrajo, se trataba de la hoja oxidada de una espada, y a su base, un brazo putrefacto con armadura la sujetaba. Mario lo soltó del susto, y como se la acababa el aire se dio media vuelta para aspirar más aire y volver a investigar.

Con mucha premura se alzó por sobre el rio y tomó mucho aire. Volvió a sumergirse y estudió el cuerpo, llevaba armadura y el cuerpo aparentemente llevaba poco tiempo ahí, sin embargo debido a su atuendo parecía mucho más antiguo.

—Quizás algún turista huevón se perdió en alguna fiesta de Halloween—. Pensó Mario.

La espada era recta, y contemplo que el cabello y barbas eran muy tupidos, llevaba consigo también un pequeño martillo grabado en hueso alrededor del cuello. Luego de ver los restos, Mario consideró que ya era suficiente con hurgar, y podía ser irrespetuoso. Apenas llegasen al pueblo alertarían a la policía con respecto a éste turista y podrían retirarlo.

Mientras Mario se disponía a emerger contemplo otras cosas más brillando por la luz de la luna. Emergió, absorbió más aire y volvió a sumergirse con premura, su curiosidad sólo había crecido más. Se dirigió hasta lo profundo y contempló más personas vestidas como la primera persona que descubrió, con características similares y objetos como jarrones, cuencos, hachas, martillos, clavos grandes, sogas, cuchillos y varias otras cosas fragmentadas. Vio escudos grandes y vio dos mujeres con cabellos claros y trenzados, vio yelmos que cubrían el rostro y contó alrededor de ocho individuos. Estaba sorprendido, esto no podía ser, un viaje de turismo no era posible ya, pero, no tenía lógica, los cuerpos no parecían más de tener más de dos semanas bajo el agua, y aun así sus objetos sí estaban degradados, demasiado para equivaler al tiempo de la carne dentro de las prendas.

Mario se dirigió hacia la superficie y comenzó a nadar hasta la orilla más cercana, salió de las aguas y se dirigió a por su arma y los peces, y a despertar a su gente, sin embargo se detuvo a medio camino, al ver que su arma estaba tibia en las manos desnudas de una mujer de piel muy clara y suave, desnuda como como la arena de aquella orilla. La mujer no parecía de la zona, su piel clara no era como la de la gente de los alrededores (si es que eso tiene gracia, porque hacía demasiado tiempo que no veían a nadie alrededor) y aparentemente no sabía sujetar el arma. Su cabello era claro, muy largo, y sus ojos eran también de una tonalidad clara que la luna no dejaba distinguir. Su desnudez no causaba deseo animal en el soldado, éste sólo se preocupaba en que la doncella no decidiese descargar el vientre de la Casanave o que se tratase de alguna trampa de enemigos entre las hojas.

—Niña, baja esa arma, lentamente, apóyala en el suelo, date media vuelta con las manos en alto y luego ponlas en el suelo — dijo con firmeza el capitán Mario de la cicatriz.

—Me temo que la infancia no es algo que está en mí ya. — dijo la dama — y guardo tu arma para matarte, si no para que no me ataques. He visto a tu pueblo hacerlo al suyo propio muchas veces, nada evitaría que me lo hagas a mí. Aunque de poco te fuera a servir.

Mario sintió un escalofrío bajar lentamente por su espalda cual si se tratase del placentero lamido de una amante deseosa. En su mente comenzó a imaginar cientos de miles de posibilidades, tal y cómo había sido instruido al entrar a las fuerzas especiales. En voz de mando y amenazante comenzó a insultar y a maldecir a la mujer, pero éste sólo se rio muy tímidamente.

—Esos trucos no funcionan siempre, de hecho en la mitad de la selva poco harán. Esos hombres y mujeres que ves en el fondo del lecho del río vinieron perdidos desde la costa del Atlántico hace cientos de años, vinieron confundidos por el calor y el hambre, ahuyentados por las tribus nativas de esas costas, hasta llegar aquí. También vinieron clamando hambre y rezándole a sus dioses de la tormenta y de la sabiduría. Pero sus dioses no les respondieron, yo sí. — dijo la dama mientras comenzó a caminar hacia el río. Era delicada en su paso, y no dejaba huellas en la arena. La luna comenzaba a bajar, y el cielo comenzaba a pintarse de naranja. Era grácil y elegante.

El capitán Mario no podía decir nada, no podía apartar la mirada de la mujer. No sabía que preguntar, pero moría por preguntar todo lo que el mundo guarda para sí mismo. Con los pies ya en el río, la dama sujetó el arma y apuntó al hombre que inmóvil la veía. La doncella lanzó el arma y el soldado la sujetó en el aire, pero él no la apuntó de vuelta a ella, tuvo miedo de tan sólo pensarlo. Ella comenzó a entrar en el río de un salto se zambulló en él, desapareciendo. El soldado volteó al rio, y uso la luz de la madrugada para buscar a la mujer. Llevaba firme el arma con él, más no se atrevió a apuntar al agua. A unos metros de dónde ella se sumergió, emergió de un salto un delfín de río, Inia geoffrensis, y éste asomando después de caer nuevamente al agua se quedó observando al soldado. Movió la cabeza en señal juguetona y se marchó. El soldado sintió algo en su estómago, pero entendió que era mejor marcharse lejos de ahí.

—¡Gracias por los sacrificios para tu libertad! — dijo las voces desde atrás de él.

Mario volteó, y sus ojos se achicaron al ver la enorme masa de una gigantesca serpiente de pequeños ojos brillantes como neones amarillos en el río. La piel era verduzca con tonalidades marrones, y el cuerpo musculoso parecía demasiado pesado para reptar por tierra firme. La serpiente llevaba algas que crecían alrededor de su mole, y el delfín rosado, la dama desnuda, nadaba a su alrededor. Muchas mariposas nocturnas volaban por sobre su cabeza y su lomo, y su lengua bífida rascaba el aire con impaciencia. El soldado instintivamente apuntó el arma hacia la serpiente pero ésta sólo dio una leve risotada.

  • No puede el arma del hombre hacerle daño a la Yacumama, ya mucho daño hace cuando rompe las tripas de la tierra y ensucia con sangre negra al río. Vete ya, y vete sólo, sigue el río que he hecho para ti, y que tus amigos duerman con los “turistas” de Dinamarca.

Mario miró al bosque, y miró río abajo. Guardó el arma y caminó lento pero firme, sin detenerse. Cogió los peces y los guardó en la mochila. Reconoció frutos y no se despegó del río. Con el rabillo del ojo contemplo a la Madre de las Aguas sumergir su masa en el río de poca profundidad cual si se tratase de un abismo oceánico sin si quiera alterar el cauce de la corriente. No pensó en sus hombres que quizás aún dormían, olvidó las malas palabras y sólo agradecía al nombre de Dios por no ser devorado o sacrificado.

Caminó sin cesar hasta casi las seis de la tarde, que fue cuando llegó a una aldea pequeña en donde le prestaron ayuda. Había banderas peruanas, así es que sabía que no sería tratado como hostil ni invasor al haber cruzado alguna frontera. Se le dio medicina y se le llevó al hospital, donde durmió pesadamente por dos días. Salió en los periódicos locales, y volvió a Lima, dónde termino de arreglar su ropero y dio de comer a su perro, y se tatuó una anaconda desde la mano derecha hasta el respectivo hombro.

Y nunca contó a nadie lo que pasó.

Pray IV: Amaru Blanco.

animal

— Vaya que desastre dejamos aquí, no pensé que te explayarías tanto Mixcoatl —dijo Eopsin mientras miraba entrecerraba los ojos para ver la destrucción causada— para la siguiente vez diré a Czernobog que mejor hago el trabajo sola, incluso para mi eres muy salvaje.

— Tu mandaste a esa culebra negra tuya a comerse a casi todo el mundo, no me jodas, mis ahuizotls no hicieron desparpajos a toda esa gente, solo eran para rastrear…— habló Mixcoatl sólo para ser interrumpido por Eopsin.

— …para rastrear y ser tu quien masacre a esos mortales. Que lindo.

Luego del comentario de la deidad koreana, un silencio incomodo imperó solemne. El viento traía consigo aroma a humo y sonidos de ambulancias y helicópteros. Los dioses no habían venido a destruir todo simplemente porque era el juicio final, aparentemente, sólo se cansaron del exilio y decidieron atacar una ciudad pequeña y sin importancia global. Eopsin era quien contemplaba mejor las cosas, no sentía más remordimiento que un niño tras haber aplastado a una hormiga, pero sentía una sensación incómoda en su interior, y ella presentía que Mixcoatl estaba demasiado distraído como para sentirla.

—Hay algo mal, siento un vacío que comienza a crecer, el viento está calmo y todo el sonido está extinto—dijo la diosa—será mejor marcharnos.

Mixcoatl la miró de reojo y con desdén, para el la deidad sólo estaba aburrida o quién sabe, paranoica por la presencia de los enemigos a su causa, así es que la deidad mexica se volteó para hablarle.

Pero algo llamó su atención. Se trataba del amigo de Rob que se había despertado del desmayo sufrido minutos atrás. Mixcoatl se acercó a él y lo sujetó del cuello alzándolo del suelo.

—Me olvidé que éste estaba durmiendo bien cómodo en el metal de ese carro—Michael se retorcía tratando de respirar y no caer más hondo en terror—oye Eopsin, voy a alimentar a mis niños con este saco de carne ¿Quieres darles de comer tu para que ya no te enseñen los dientes?

—Algo está muy mal—Eopsin no prestó atención a su compañero, estaba concentrada en su instinto que le hacía congelar el espinazo, la excesiva tranquilidad y sonido vacío que iba profundizando estaba excavando profundo en la mente de la diosa-serpiente—no me gusta esto.

Estirando la mano nuevamente con el dije del crótalo en la mano, Eopsin soltó nuevamente a su cazadora de lengua bífida para rastrear a lo que sea que se atreviese a emerger de entre la oscuridad mientras que Mixcoatl llamó a sus perros.

Confiado, Mixcoatl soltó al muchacho dejándolo caer ante los ahuizotls, los cuales jadearon hambrientos y deseosos por probar la carne del mortal. El muchacho estaba tratando de mantener la compostura pero en sus adentros el miedo crecía como una epidemia en una isla pequeña.

—Mátenlo.—ordenó Mixcoatl dando la espalda.

Uno de los ahuizotls estuvo a punto de saltar hacia su presa, sin embargo algo desvió su atención, y la de sus semejantes. Comenzaron a gruñir y lanzar ladridos hacia el horizonte, eran ladridos entre agresivos y temerosos, comenzaron a agitar sus largas colas reptilianas mostrando los colmillos mientras que su amo comenzaba a sentir una sospecha basada en la reacción de sus bestias. La serpiente negra de Eopsin comenzó a retorcerse y a bufar también, lo que causó una terrible sensación de acoso, de estar siendo cazados en el medio de una espesa selva de la India. Michael no entendía que sucedía, no entendía que hacía atemorizar a dos entidades de semejante poder, no sabía si correr despavorido o si quedarse inmóvil, la lógica y el instinto pugnaban por ejecutar una solución que no llegaba y que a cada segundo se enterraba en desesperación. Una desesperación que se transformó en un miedo más profundo al oír un poderoso sonido, un atronador ulular similar a la de una lechuza penetró los oídos y los terrores de quien se atrevieron a escuchar. Mixcoatl y Eopsin se pusieron a la defensiva, mientras que las bestias atemorizadas comenzaban a gruñir.

Pero ninguna bestia sentiría tanto dolor como la serpiente negra. Dando un adolorido bufido, la culebra comenzó a retorcerse ante los ojos de todos que sin hacer nada solo observaron al animal comenzar a arrojar sangre por su boca. De pronto, las escamas comenzaron a rajarse, y de ésta una punta negra salió desde dentro, cubierta en sangre, una punta se abrió en una enorme ala negra apuntando al cielo. Mixcoatl entró en un  estado de interés sádico por éste nuevo monstruo, y mandó a uno de sus ahuizaotls contra la aberración emergente, dubitativo, el perro cargo contra el ala sólo para ser destazado en dos por un flagelo negro que salió por la boca de la serpiente, sólo para volver a introducirse. Por la misma hendidura por la cual emergió el ala, se alzó un brazo, y luego otro, y poco a poco otra ala y el resto de un cuerpo negro, pero teñido en la sangre del áspid.  La carcasa de la serpiente cayó al suelo y se convirtió en carbón en polvo, y la sangre comenzó a evaporarse de la figura.

Se encontraba de espaldas, y las dos enormes alas emplumadas se cerraron sobre ésta; se puso de pie y dio la cara ante los dioses que le contemplaban, y el mortal que sorprendido observaba. El rostro era el de Rob, pero sus ojos brillaban en carmesí, y la mitad de su rostro estaba como oculta tras la osamenta del monstruo que éste había contemplado en su muerte. No tenía expresión alguna, sólo miraba a los alrededores como un animal liberado por primera vez en lo salvaje.

—Ésto no está bien.—Dijo Eopsin—Siento muchísimo poder emanando de ése muchacho. Es imposible que no nos hayamos dado cuenta que era un monstruo…

—No es un monstruo, estúpida—gritó Mixcoatl mientras desenvainaba un garrote y un látigo de huesos—es un dios como nosotros, pero hay algo inusual en él, no está razonando. Creo que sin percatarnos nos topamos con un despertar, quizás uno de los pocos que aún quedaban.—Cambió su diálogo a Rob y preguntó en voz alta—¿Quién nos honra con su terrible presencia?

Rob observó, y sin responder cargó contra quien le había hablado. Sus manos eran enormes garras rojas, uñas de escarlata habían crecido largas y puntiagudas desde los nudillos y cubrían las falanges, y se disponían a destazar a Mixcoatl.

—Como me lo suponía, tratemos de cogerlo con vida y llevarlo con los demás, ésto anda peor de lo que me imaginaba—Dijo Mixcoatl a Eopsin, quien invocó distintas láminas de papel blanco a su alrededor y les dio formas de cuchillas.

Raudo, Rob fue hacia su oponente, y éste frenó el poderoso impacto de las garras. Uno de los ahuizotls estiró su enorme rabo provisto de una mano para sujetar al dios salvaje por el cuello  pero fue inútil, el recién liberado desapareció y el perro accidentalmente dirigió su ataque contra su señor. El dios reapareció en un parpadeo detrás de la mascota y de un zarpazo lo partió a la mitad. Eopsín aprovechó la distracción y arrojo sus cuchillas de papel hacia el dios, impactando en su objetivo con éxito. Un poderoso gritó siguió, como el de un buitre mezclado con una lechuza en mitad de la noche. Rob abrió sus alas y las agitó bravo para cargar contra Eopsin ésta vez, pero Mixcoatl aprovechó y de un latigazo sujetó al monstruoso hombre por el pescuezo para comenzar a jalarlo hacia él.

—Es mejor que te comiences a portar bien mocoso—Se decía Mixcoatl mientras forcejeaba.

Eopsin cargó invocando ésta vez dos enormes serpientes frente a ella, pero de un golpe del ala el dios las arrojó lejos contra un muro que fácilmente penetraron. Eopsin fue más ágil y consiguió situarse en el aire sobre la cabeza de Rob, para invocar una poderosa lluvia de cuchillas de papel sobre éste, empalándolo en las alas, piernas y hombros. Pero la diosa no se percató que de la media espalda el dios salvaje invocó una cola larga y delgada, pero cubierta de gruesas escamas cromadas. La cola rápida sujeto a Eopsin del brazo y se lo arrancaron. La sangre negra de la diosa regó el suelo y ésta sintió dolor y algo inusual en uno de su especie: miedo a morir.

Mixcoatl en desesperación jaló el látigo para atraer la distracción de Rob, y con el garrote en alto se dispuso a golpear al muchacho cuando esté en su rango, pero éste no pudo concretar su acción. Rob sujetó el látigo y lo jaló hacia sí mismo, Mixcoatl lo soltó en el momento preciso pero fue en vano, el dios salvaje lanzó un rayo de luz roja desde sus fauces que dieron contra la cabeza de la deidad mexica, asesinándolo en el acto. Eopsin estaba en el suelo, tratando de incorporarse, y al ver la muerte de su compañero gritó de rabia. Vio como Rob se acercó y abriendo la boca de manera descomunal comenzó a devorar al cadáver de Mixcoatl hasta dejar nada más que el garrote ensangrentado en el suelo.

Olfateando, Rob dirigió la mirada hacia Eopsin, y abriendo sus alas levantó vuelo hacia ella. Ahora bien, sus previos pies desnudos eran de hombre, pero en ése momento sus rodillas se doblaron hacia atrás y sus pies se hicieron garras de rapaz. Eopsin se incorporó e invocando ésta vez cuatro serpientes y cien cuchillas de papel  cargó contra su enemigo a enfrentarlo. Las serpientes saltaron contra el enorme ave que las destrozó cual si se trataran de lombrices, y la cuchilla de Eopsin  no llego a hacer más daño que desprender unas cuantas plumas. El delgado torso de la diosa quedó atrapado entre las monstruosas fauces de Rob, cuyo rostro estaba cada vez más oculto detrás de la osamenta de la deidad que él era. Luego de sacudirla como un lobo a un conejo, éste la arrojó lejos, contra un coche, cayendo casi al lado de Michael.

El amigo vio a Eopsin viva, pero agonizante. tenía todo el pecho abierto y sus intestinos estaban expuestos y colgantes. Podía verse el hueso astillado de la cadera, y se escuchaba una respiración entrepausada. Eopsin miró a Michael, y orgullosa le dijo: Eres el primer mortal que ve a dos dioses morir. Regocíjate, y si vives para contar ésto a tus hijos, cuéntalo con orgullo.

Michael pensaba responder, pero una sombra se posó ante ellos. Enorme y jadeante, Rob se había parado ante ellos. Se había sentado con sus delgadas extremidades y con la cola enroscada como si se tratase de un gato, con las alas dobladas en el lomo. Se quedó quieto por un momento.

—Dale hijo de puta, que esperas—comenzó a decir Eopsin—¿me vas a dejar así? ¡Quién mierda te has creído!

Susurrante, la criatura que era Rob dijo: Angra Mainyu.

Eopsin cambió de desafiante a espantada. Invocó una lanza y puso distancia entre ella y el ser. Tartamudeando comenzó a excretar amenazas que eran ilegibles, quizás en la lengua del pueblo de Corea que la había adorado como símbolo chamánico. Rob alzó su garra en lo alto, pues ya se terminaría la cacería, con un simple zarpazo.

Michael cerró los ojos porque él sentía en su corazón que seguiría el. Pero sólo pudo escuchar un poderoso trueno y sentir dentro de sus párpados un rayo de luz. Al abrir sus ojos a la realidad observó como un largo báculo con forma de dragón había atravesado a Rob desde la espalda y saliendo nuevamente por su corazón, para entrar en el de Eopsin, quién había dejado de respirar.

El báculo era blanco y tenía tallado escamas y la cabeza de un dragón con orejas de algún mamífero. Angra Mainyu comenzó a moverse tratando de retirar el objeto que le había causado tremenda herida pero era inútil. Comenzando a revolcarse por los suelos solo pintaba las baldosas de la ciudad con su sangre, con sus garras, trató de extraer el objeto con mucha fuerza, y éste entonces despertó. El bastón salió del cuerpo herido y se posó en el aire, poco a poco comenzó a tomar una forma alargada, como la de una serpiente, pero ésta vez era de color blanco inmaculado, con escamas pías. La cabeza era la de un dragón cubierto de pelos blanquecinos, de los lados superiores del cuerpo brotaban dos extremidades que terminaban en garras de águila; habían extremidades inferiores también, pero no tenían garras para sujetar, parecían más bien las de un cóndor o un buitre. La larga cola terminaba en espinas de pez, y de la espalda salían dos enormes alas con líneas de plumas negras.

Angra Mainyu gritó hacia el monstruo blanco, y éste respondió desde los cielos.

—Finalmente has aparecido—Se oyó una voz desde bóveda celeste. Había un hombre con los brazos cruzados parado en el cielo. No podía notarse bien nada más que su figura pues lejos estaba—ya es hora de poner fin a tu barbarismo. Ahora, ¡Ríndete ante mi Yuraq Amaru!

 

 

 

Pray III: El Árbol Negro.

Black Tree No. 1

La oscuridad era profunda, solemne y calma. Tenía un sabor metálico en la boca y escuchaba el canto de agua calma suavemente agitada por una brisa. Poco a poco comencé a sentir que estoy como hechado en un charco de agua, pero no quería despertar, quería seguir en esta calma, no quería saber nada de ese horrible sueño, aquél con la enorme culebra de negras y lustrosas escamas, aquél con monstruosos seres mitológicos lanzando terrores a los mortales.

— En algún momento tendrás que abrir tus ojos —dijo una voz masculina y profunda, pero calma y bastante elegante— No puedes quedarte tendido en el suelo esperando a que mágicamente todo se solucione.

— Me la suda —respondo de mala gana.

— Te vas a hundir en tu cama entonces, ya que si no quieres ponerte de pie, pues te tragará el suelo —respondió la voz.

Apenas esa frase concluyó, el aire en mis fosas nasales fue reemplazado por agua, comencé a descender en una profunda y fría masa de agua que comenzó a tragarme como una ballena a una partícula de krill. Comencé a agitar mis manos desesperadamente hasta que conseguí emerger, al hacerlo, sentí piso en mis plantas y nuevamente estaba en un piso. Vi entonces a mi alrededor algo imposible. Un enorme páramo que se extendía en todas se abría ante mis ojos, al parecer había llovido pues el suelo estaba cubierto de agua hasta la mitad de mi pantorrilla, había árboles secos, desnudos por un invisible y eterno otoño, reinaba un cielo de nubes grises que avanzaban rápidos arreadas por vientos poderosos allá bien arriba, y nada más. Sólo estaba yo.

— ¡Quién está ahí! —susurré, con algo de miedo entrando en la voz. Ya me había dado cuenta de la situación en la que me encontraba.

— Siempre he estado aquí Robin — respondió el horizonte y el viento—. Siempre he estado aquí, desde que estabas profundo en el vientre de tu madre, separado en dos fuerzas distintas, cuando aún sólo eras una idea que no podía convertirse después de tantos intentos. Siempre he estado aquí, desde hace muchísimo tiempo.

Volteé mi cabeza en todas direcciones buscando a la persona dueña de dicha voz. Caminé entre los árboles y me paré en puntillas tratando de ver si algo se me perdía, pero no había nada, solo agua, árboles, y un cielo gris.

— Muéstrate — dije serio. Comenzaba a sentir un escalofrío en la espalda, un miedo que comenzaba a acariciarme, a seducirme, pero no sería momento de sucumbir.

— Estoy a tu vista, pero tu concentración no está para verme — habló la voz misteriosa —. Siempre tan distraído, no cambias. Ni siquiera te has atrevido a oír el nombre que te pertenece desde el principio absoluto. Pero si tanto quieres verme, ésta vez haré las cosas más fáciles para ti.

Habiéndo dicho ésto, la voz calló en un poderoso vendaval que azotó los árboles secos y haciéndolos crujir hizo estremecer la aguas otrora calmas en una danza furiosa de espuma y brisa húmeda. Cubriendo mi rostro y entrecerrando los ojos contemplé un enorme árbol negro en la dirección de la cual soplaba el viento, ayá lejos se alzaba marchito el roble de obsidiana sin pulir.

— Ven, tanto que deseas verme, ven — susurró la voz.

Camine a barlovento de manera pesada, el agua y el viento eran fríos y el suelo succionaba mis pies. No había polvo, pero si chispas de agua que no me dejaban ver bien, conforme me iba a cercando al árbol, el viento se hacía más y mas domesticable, pero era difícil aún así. Cada paso, por algun extraño motivo, me hacía recordar mi infancia, mi juventud, días buenos y días malos; aquellos en los que sacaba la máxima calificación, o cuando me daban una pésima nota; aquellos días en los que ella no iba a clase, pero otros en los que me miraba directa como un azor; platos que odiaba comer, o como aquellos que me hacían felices comer todos los sábados a la noche. Todos los recuerdos y emociones jamás vividas pasaron perforando mi cuerpo, todas traídas por el viento frío y húmedo que el árbol negro vomitaba.

Pero finalmente llegué hasta él, y pese a considerar que el viento cezaría, se hizo más cruel. Un torbellino se alzó y movía las ramas secas del árbol monstruoso al punto de hacerme pensar que éstas se romperían y me empalarían en la caída. La corteza escamosa era antigua, tenía marcas de garras de algún animal y profundas grietas se deslizaban verticalmente hacia abajo, y agujeros dónde normalmente morarían carpinteros, ratoncitos y ardillas observaban huecos y vacíos al horizonte infinito. Estiré mi mano y toque el tronco de sable, y el viento se detuvo abruptamente. No dije nada, pero la voz si lo hizo: «Aléjate un poco»

Di cuatro pasos hacia atrás, y entonces la corteza comenzó a quebrarse lentamente, liberando así una extremidad de gran magnitud. Una enorme ala negra con plumas primarias largas como manos emergieron y comenzó a agitarse grotescamente, causando que el árbol terminase de desmoronarse, dejando al descubierto un lomo negro cubierto de pelo, una larga cola de cocodrilo y un sizeo constante.

Me quedé paralizado, estaba a espaldas de un monstruo y no tenía nada para defenderme. La mole dió vuelta hacia my y vi un rostro blanco, cual si se tratase de una articulada máscara y yelmo, con enformes dientes descubiertos y puntiagudos, y dos cavidades negras y profundas de las cuales se azomaban dos puntos de luz roja, los cuales asumían eran los ojos. La criatura no poseía manos, luego de batir sus monstruosas alas para ejercitar músculos inútiles éste las cerró sobre su pecho. Sus patas eran las de una enorme lechuza, dos dedos hacia adelante, y dos dedos hacia atrás, patas peludas hasta las mismas garras.

— Me muestro, ante mi mismo —dijo acercándo su enorme cráneo el monstruoso ser—. Permíteme tomar una forma menos, aterradora.

Habiéndo dicho ésto, ante mi sorpresa, el ser redujo su estatura llegando a ser de mi porte. Vestía igual su monstruoso rostro blanco pero ya no era enorme, y solo le cubría una tela gruesa y negra que era movida por una brisa que comenzaba a soplar.

Luego de quedarme en silencio pálido, comienzo a formular interrogantes.

— ¿Quién eres tú? ¿Dónde estoy? ¿Qué me pasó?

— Este es tu mundo, Robin, lo forjaste en tu mente por muchos años, y yo moré en él desde antes que nacieras. Me convertí en ese árbol esperando el momento adecuado para liberarme, y heme aquí. Estás aquí porque todo se acabó para siempre. Has muerto, tu persona se acabó, tragado por un monstruo invocado por una divinidad que siempre ha existido y que tu jamás te dignaste a ver —recitó el ser—. Muerto. Tu mortalidad ha concluido….

— No…no puede ser, no puedo haber muerto, estoy aquí, no puedo dejar de existir…—comencé a decir solo para ser interrumpido por mi acompañante.

— El morir no significa dejar de existir mi buen Rob. El que tu mortalidad acabe es bueno, ahora es momento de que seas quien has de ser, de que vean todos quién eres en realidad, de que te pongas tu corona de fuego y mires con escarcha a todos los demás, de que invoques a tus huestes de criaturas y monstruos y te unas a ésta guerra, y a las que están por venir.

— ¿Qué? —pregunté sin entender— ¿Qué me estas proponiendo? ¿Eres Mefistófeles acaso y vienes a hacerme el trato de la resurrección?

— Un ángel caído no es nada para encarar a los dioses antiguos, ni siquiera el propio Lucifer sería digno rival para el humilde Hermes — habló la entidad mientras alzaba la mirada y asomaba una mano negra y delgada de largas garras rojas—. Te ofrezco la verdad, y con ésto, tu absoluta libertad. Podrás ayudar a tus amigos, o dominarlo todo, enfrentarás a quienes te acaban de extinguir, uno a uno, mano a mano, primero al indio ese y después a la coreana de lengua bífida.

— No puedo enfrentar a dos dioses…—hablo mirándo al ser, me comienzan a hartar sus palabras, y ahora mismo estoy asimilando el concepto de muerte.

— Si puedes, y lo harás, a muchos, a cientos.

— No tengo la posibilidad, solo soy un….

El monstruo rugió, haciendo que me cubra los oídos. ´Creció en altura y con una de sus manos se cogió la máscara, removiéndola lentamente observe un rostro familiar, el más familiar que conozco: el mío, no tenía cicatrices, pero si llevaba el bigote y la barba crecidos. Sentí que el alma se me salía del cuerpo, que iba a desmayarme en muerte ahí mismo, y temí porque todo esto tuviese que suceder una y otra vez de nuevo.  La forma monstruosa me miró con mis propios ojos, se agitó el ciento y las aguas comenzaron a danzar. A lo lejos escuché cientos de aves chillando a la lejanía, y así, el ser dijo algo que jamás se olvidaría:

«Yo soy tú, tú eres yo, eres el Dios de la Destrucción, Jinete del Invierno, las Alas de la Debacle, el Espíritu de la Destrucción, el mal del Zoroastrianista, Gemelo de la Creación en el antiguo Irán, quien trae consigo las pestes, eres Ahriman, Robin, eres Angra Mainyu»

19d450a09152ae9f5c13b1cf6056ee06

Pray II: Crótalo.

Los colmillos blanquecinos y quijadas jadeantes de los perros de caza, y los ojos belicosos de Mixcoatl hacían que todo el mundo comenzara a germinar desesperación en su interior. El dios estaba sediento, y lanzó a los ahuizotls sobre la muchedumbre. La gente se dispersó y mi amigo y yo no nos hicimos los especiales pues corrimos como los cientos de extras huyen de los holocaustos en las películas de Hollywood. Huímos por angostas, amparados por la oscuridad que imaginamos nos daría seguridad, pero dentro mío sabía que eso no serviría. Corrimos hasta que me detuve, estaba demasiado agitado, mi amigo también paró y limpiándose la cara de sudor me pidió un cigarrillo que gustoso le dí. No dijimos nada, sólo escuchábamos a gente gritar, edificios caer, disparos que caían en ecos, carcajadas, rugidos, gruñidos, y quién sabe que más. El cielo se colmaba de flashes, mientras rugidos de bestias cantaban en la noche.

— Tenemos que volver a nuestras casas —dijo Mark—. Tengo que ver si mi madre está bien.

— De seguro que está bien —no quiero pensar que las cosas están mal como parecen—. Aunque debemos ir a casa, no se cómo pero tenemos que ver como llegar. No está tan oscura, esa luna esta brillando intensa y podremos regresar.

— Si es que no nos agarran esos perros con tentáculos antes —. Busquemos unas bicicletas de ahi de los hoteles donde paran los mochileros.

No dije que no, me pareció buena idea, y dada la situación donde había una entidad que se autoproclamaba un dios de algún panteón mesoamericano no podía estar pensando en que hurtar una bicicleta sería motivo de mi lento descenso al mundo del hampa. Buscamos y dimos con un par de bicicletas un poco grandes, no llevaban equipajes ni nada, así es que las montamos y con cuidado nos dirigimos entre gente que huía y entre vehículos aparcados (tampoco los motores estaban funcionando, al parecer todo lo eléctrico se había ido al desagüe). Avanzamos a cierta velocidad, mi amigo iba delante pues el era más diestro en el dominio de la bicicleta que yo, cruzamos el centro hasta el inicio de una avenida bastante larga, miramos hasta el fondo de la misma y pensamos en si podríamos lograrlo.

— Si dudan poder, mejor quédense y véanselas con Mixcoatl y sus ahuizotls —dijo una voz detrás de nosotros. La voz de una mujer, una voz madura, una voz de gran temple—. Súban a sus bicicletas y pedaleen fuerte, mirando siempre hacia el horizonte del hogar. No tienen nada que perder, solo los feos recuerdos de ésta noche.

Volteamos a ver y se trataba de una mujer alta, de ojos rasgados, cabellera negra como la oscuridad misma, portaba en su cuello un collar de metal negro ancho, con un colgante con la forma de la cabeza de un crótalo. Tenía una piel clara, y un cuerpo delgado, y ni que decir que era muy deseable para cualquiera que la vea.

— Oye —comenzó a hablar Mark— sería mucho mejor si vinieras con nosotros, ésto está peligroso…

— Yo no estoy bajo ningún riesgo aquí, sólo los que escapan despavoridos del juicio de Mixcoatl. Ustedes, por ejemplo, tienen miedo, puedo detectar sus corazones agitados, puedo ver como escurre el sudor por sus poros mientras tratan de huir de lo inevitable —los ojos de la mujer brillaron intensamente de un color azul oscuro, de entre la luz pude notar que las irises de los ojos eran estrechos como los del animal que colgaba de su cuello—. No son para nada de diferentes que las demás ovejas que huyen despavoridas por éstas calles, escapando del carnicero.

Mark y yo permanecimos congelados, esta mujer frente a nosotros de seguro era otro de ésos monstruos que atacaba la ciudad, nos miró detenidamente y con sus manos nos alzo ahorcándonos, para luego lanzarnos. Mark cayó contra el suelo y yo contra una zona de pavimento que tenía una grilla con pasto. Me puse de pié, y noté que Mark no se movia, no aparté la mirada de la mujer, nadie más pasaba ya. La hermosa criatura comenzó a caminar elegante hacia mi, mientras ella tarareaba una canción.

— Eopsin —dijo—. Respondo al nombre de Eopsin, así me llamaban las gentes de la península de Korea, linda gentesita, me hacía de muchos tesoros dándoles oro y enseñándoles sobre el dinero, pero en fin, ya pasó.

La mujer se sacó el collar y luego de jugar con éste en el aire, me lo arrojó. Lo atrapé con la mano y éste entonces comenzó a retorcerse. Lo dejé caer al piso, y fue entonces que vi al metal hacerse vida y al dije mover unas cromadas quijadas con dientes como jeringas hipodérmicas. Eopsin había dado vida al collar que ahora tenía la forma de una enorme serpiente de metal oscuro que se contorneaba sobre si misma, echando un siseo y mirándome con unos ojos inexistentes que perforaban mi ser. Pensé en simplemente huir, pero no podía dejar a Mark ahí, aunque bueno, no podría cargarlo, sería ilógico tratar de levantarlo, quizás el hubiera gritado «sálvate», pero la situación ahora no me dejaba pensar en ninguna otra opción salvo la de correr como una liebre.  Mientras pensaba en qué hacer, sentí como detrás de mi pesadamente caía una mole. Volteé con las manos espaldas y ojos vidriosos y vi a Mixcoatl con su rostro blanco y su endemoniada sonrisa mirándome.

— Me aburrí, vine a ver que hacías, y veo que te encontraste un juguetito para pasar el rato —dijo Mixcoatl mientras acariciaba a uno de los ahuizotls que habían llegado tras él—. mátalo y larguémonos, no he encontrado nada que podamos llevar con nosotros.

Eopsin me miró detenidamente con sus ojos brillantes, y luego de una breve sonrisa, la enorme serpiente que me había mandado, se me hechó encima abriendo sus crueles mandíbulas, con todo su peso sentí que partió mis clavículas y me introducía en su interior, no duró mucho.

La oscuridad nació entonces, sin sonidos, sin dolores, sólo cayó como una manta sobre un rostro, y rigió, y se coronó con mi existencia.

tumblr_n1df9vugu01t04x43o1_500

 

Pray I

DESTRUCCIÓN

maymoon

Desperté como siempre, tranquilo, apestando a noche, con hambre, con sed y con muchas ganas de mear. Es veintiuno de diciembre, y hoy dicen las culturas que será el Apocalipsis, el Ragnarok, o como se le quiera denominar, es el Fin del Mundo. Tonterías. En la calle los locos fanáticos religiosos proclamaban que es el final, gritando y lanzando alaridos de «Perdóname Señor». En la televisión pasaban los tan clásicos y fatalistas programas hablando de las grandes profecías de Nostradamus, Parravicini, Pandeva Dimitrova, los Mayas, los Aztecas, los Hopi, y todos aquellos que simplemente imaginaron un punto final para nuestra existencia. En la radio local que escuchaba mi madre en la cocina estaban hablando del déficit del canon minero en la región, las clásicas quejas de que vendemos el cobre crudo y lo compramos procesado mucho más caro. De hecho, a parte del disque holocausto que se cerniría sobre el mundo aquella noche, todo estaba normal, todo estaba demasiado normal.

Habiéndome alistado me dirijo a la casa de Michael, quien es un amigo desde hace tiempo y con quien tenemos la increíble habilidad de hacer nada por horas. Toqué el timbre de su casa— la cual estaba cerca— y espero a que alguien responda. Su madre abre la puerta:

— ¡Al! ¿Buscas a Mickey?

— Hola Señora, si, ¿se encuentra?

— Si pasa, está en su cuarto, despiértalo.

Luego de recibir las instrucciones, me dirigí a la habitación de mi camarada y éste ya estaba despierto. Michael decidió ir a desayunar, así es que le seguí. Una vez ya en la cocina, prendí el televisor que estaba encima del refrigerador, y en todos los canales transmitían el caos, asesinatos, atentados, balaceras, todo lo que la mente imagine. Pero no era por motivo del Final, simplemente era porque así era o es nuestra sociedad, autodestructiva, como un estanque lleno de peces luchadores siameses macho, nos peleamos porque sí. Habiendo terminado de desayunar, nos retiramos a jugar en la consola que había en el cuarto, por varias horas hasta que decidimos ir a beber en la noche, era el final del mundo, así es que nada mejor que pasarlo borrachos.

— Ya, entonces nos encontramos en el puentecito de madera a las … 8:00pm. — Dije.

— Ok Ok, lleva cigarrillos, en el centro están muy caros.

Durante el día me la pasé en el ordenador jugando con un Cazador de nivel 23, almorcé lomo saltado con arroz y un huevo frito encima, y ya casi entrando el crepúsculo me metí a la ducha, de agua caliente como acostumbro. Busqué unos jeans cómodos que no me apretaran la barriga – después no podría llenarme de comida ni licor – y me puse unas zapatillas de color rojo que me parecían muy cómodas. Un polo negro con el dibujo de la silueta de un murciélago en bermellón y una casaca café rojizo marcaban el final de la metamorfosis. Me lavé los dientes, me eché una colonia que tenía por ahí y listo.

Salí de casa, eché llave y compré unos cigarrillos simples. Había una enorme luna sumergida en matices áureos en un firmamento solitario, como el ojo de un lobo brillando en la más solemne oscuridad. Me dirigí al puente y esperé a que mi amigo, quien apareció con una bolsa de maní salado en las manos. Paré un taxi mientras el maní desaparecía en sus fauces y le pedí ir hasta el centro de la ciudad. Luego de una breve negociación abordamos el Nissan sunny 2004 de color amarillo y nos dirigimos a destino.

—Mira el cielo—dije a Michael.

El cielo arremolinaba nubes delgadas alrededor de la Luna, y un enorme halo de azur tenue creaba un atemorizante espectáculo en el cielo. Para mí era bastante bello, y daba el olor a augurios malditos.

—Da más drama a toda esta mierda del apocalipsis maya—respondo después de mirar. La verdad me da un escalofrío ver el cielo actuar tan raro—ahora lo que más me preocupa es el tráfico y no encontrar donde sentarme…ah claro, y que se me suelte el estómago mientras bebemos.

Las carcajadas inundaban el vehículo, y luego de quince minutos de paseo llegamos al centro, decidimos bajarnos en la plaza de armas pues el tráfico estaba fatal, de paso que el andar nos serviría para fumar y buscar algo de comer antes de beber. Comimos un par de sándwiches, y nos dispusimos para buscar donde beber un rato. Aquella noche había mucha gente en el centro, muchos bebiendo en la vía pública cual si se tratara de una celebración de halloween o mardi gras. No es que el tumulto sea escaso en esta ciudad, pero no en ésta época del año. Luego de caminar un rato, Michael recibió una llamada, la cual contestó alejándose unos metros, y es ahí cuando sucedió todo; un zumbido se escuchó proveniente de todas direcciones, las palomas que dormían en campanarios aquella fría noche salieron despavoridas ante el asombro de la gente, el zumbido fue breve, pero rotundo, dejó a todo el mundo en un silencio que sirvió de exequias a cientos de voces preguntándose el motivo de tal sonido.

— ¿Qué mierda fue eso? —Pregunto en silencio a mi amigo. No hubo respuesta.

El zumbido fue breve, lo que venía no. La tierra comenzó a temblar poco a poco, hasta que luego de mantener un temblor suave, dio un remezón de tal magnitud que parecía que un caballo había pateado una mesa de campo. La gente entonces entró en pánico, varias fachadas se rajaron o cayeron, la luz se fue y en el cielo había destellos de luz blanca y azul.

— Nos vamos, cojamos un taxi, pero ya. No puedo dejar mi casa sola. —Dice mi amigo, y no podía estar más de acuerdo con él.

En lo que vamos caminando, se da otro fuerte remezón, pero éste fue más intenso e hizo causar un enorme sonido en los horizontes. Pensé que los volcanes estaban despertando de su letargo, pero mis ideas se vieron distraídas por la aparición de auroras boreales en el cielo. Si. Auroras boreales, en Diciembre, en el Sur del Perú.

— ¡Ay Dios mío, es el fin del mundo!—gritó una joven mujer que se dejó manipular por su miedo, y el miedo es muy contagioso, en especial cuando hace una pandemia de pánico y no deja a la gente pensar si no simplemente reaccionar como una manada de ciervos huyendo de un tigre.

La gente se dispersó para huir a quién sabe dónde. Yo y mi compañero decidimos seguir buscando un taxi para regresar y ver qué había sucedido en nuestros hogares. En toda la alharaca se dio otro remezón, este duró mucho más y causó que algunos edificios se desplomen matando a gente que huía entre ellos. Nos abrimos paso hasta calles donde supuestamente no suele haber tanta gente, caminaríamos a casa de ser necesario, aunque era peligroso, se había cortado la luz en lo que parecía ser toda la ciudad, las calles solo eran iluminadas por los coches que pasaban eventualmente. El cielo estrellado era magnífico como nunca antes: la Luna dorada, la aurora boreal —o austral en este caso—y el tapiz de incalculables estrellas como no se veía hace decenas de generaciones; daba de hecho una cruel sensación de calma entre tanta devastación.

—Robb, pide un deseo—Me dijo Michael en tono burlón. La verdad él siempre se tomaba las cosas a la broma a veces.

No entendí, pero noté que señalaba al cielo, y vi que caían dos estrellas del firmamento hacia el centro mismo de la ciudad. Cayeron raudas y a su impacto se sintió una respetable onda de choque que alzo polvo y roca.

No tenía el interés de seguir ahí así es que indique irnos, pero mi amigo dijo que sería bueno ver a una distancia segura. Luego de una breve discusión accedí y vimos que en unas de las calles la gente huía despavorida, corriendo temerosa como jamás había visto. La gente aparecía quemada, herida, cargada en brazos de otros, sólo había visto esto en atentados terroristas, pero mi mente no entendía que pasaba.

Michael solo miraba absorto a lo que pasaba al igual que yo, pero él quería ir a ver, y por más que mi curiosidad me acosara a hacerlo también, tenía que ser más inteligente que valiente esta vez.

— ¡Ya nos vamos mierda, tienes que ver qué pasa en tu casa al igual que yo en la mía, tu madre está con tus hermanitos, y esto que no sabes si salieron dejándola sola, así es que nos vamos….YA!—grité en medio de la conmoción, mi amigo se me quedó mirando, volteó la cabeza a la debacle y entró en razón.

— Maldita sea, tienes razón—dijo Michael.

Justo cuando nos dispusimos a ya correr en la dirección de toda la gente, es oyeron dos rugidos enormes y profundos. La gente se paralizó y se oía gorjeos graves a lo lejos, desplazándose de lado a lado. Había lumbres en algunas partes de la calle, y esto causaba que dos pares de enormes animales brillaran en escarlata en un fondo negro. La luna entonces reveló la forma de dos enormes monstruos con cuerpos alargados como jaguares, pero de color negro, tenían largas fauces como de cocodrilos y unas tenazas en la punta de sus colas; de sus hocicos asomaban a cada tanto lenguas que olfateaban alrededor en busca de carne, y tenían bastante de ésta al frente.

220px-ahuitzotlglyphharvard

Michael me preguntó que animales eran éstos, y no supe que responder. Siempre fui de saber sobre fauna, pero estos animales eran otra cosa, no los conocía, y de hecho me parecían seres imposibles. Los monstruosos seres observaban a la gente gruñéndoles y abriendo sus fauces amenazantes, cuando alguien quería huir eran atacados con la cola prensil y las tenazas de sus puntas, sin matarlos, los animales no estaban cazando para ellos. Cuando el silencio se instauró se oyó desde la oscuridad detrás de los monstruos:

— Ahuizotls, buenos ahuizotls. Reunieron al ganado rápidamente. Los demás estarán complacidos.

— ¿Quién anda ahí? — ordenó un policía que se encontraba con la gente. Valientemente avanzó entre la multitud con tres agentes más y se pusieron delante de todos. Los policías desenfundaron temblorosos sus armas. Aparentemente habían sido atrapados por el miedo del vulgo, pero ya habían recordado su entrenamiento— ¡Quien quiera que sea, salga y muéstrese!

— Ya los mortales no recuerdan ante quienes inclinarse, por lo visto. Han olvidado el nombre de sus antiguos dioses y los reemplazaron con ídolos de cerámica y roca — Dijo la voz en la oscuridad — Hoy vengo a demostrarles, que el mundo que pensaban imaginario, está aún respirando ansioso por alzarse, por enseñarle a sus niños malcriados a volver al regazo y a doblar la rodilla como en una época de mayor orden.

Lo que la voz decía no tenía sentido. Uno de los policías entonces disparó hacia la oscuridad. Una oscura risa salió de ésta.

— Quieren verme mejor, ¿verdad? —Dijo la voz, que poco a poco se hizo visible — Observen, cada detalle que se les antoje, recuerden y pasen sus recuerdos, profetas del final.

La criatura emergió de entre la oscuridad, alta y de ojos de neón vade brillante. Tenía la forma de un hombre pero de tres metros de altura, el pecho desnudo y cubierto de tatuajes de neón celeste, una larga cabellera negra iba atada por un tocado adornado por plumas de quetzal y huesos; su rostro mostraba una expresión sádica y sonriente, en sus manos portaba una enorme lanza con una hoja negra. Los animales que él había denominado ahuizotls fueron hacia él y se pusieron amenazantes ante la gente.

Los hombres de la ley estaban atónitos y el miedo inundó a todos los presentes. Muchos comenzaron a huir pero nosotros, Michael y yo, no. Queríamos ver qué pasaba ya que aparentemente el destino nos quería hacer ver.

— ¡Fu..fuego!—Gritó uno de los policías. Éstos descargaron sus balas contra el gigante y sus mascotas. La ráfaga de balas fue fuerte, causó mucho barullo y mucha gente se tiró al piso por recaudo. Pero de nada sirvió. El enorme hombre solo seguía con su sonrisa mientras miraba sus manos y hombros, e inspeccionaba a los ahuizotls que trajo consigo.

Temeroso uno de los policías preguntó:

— ¿Quién es usted?

La sonrisa se esfumó del enorme hombre, clavó su lanza en el suelo y caminó hacia el agente. Lo sujetó del cuello y lo lanzó lejos. Pateó a uno y lo aplastó contra el suelo y pese a que no lo mató dejó sus viseras pintando la calle. Otro policía trató de disparar pero el gigante invocó a su lanza la cual vino a atravesar el cráneo del hombre. Sólo quedaba un policía, una mujer, que no dejaba de apuntar al monstruoso ser.

— ¡Civilización de malagradecidos, cuna de bastardos, olvidan los nombres de sus Señores, y esperan que no seamos crueles con ustedes…— Una máscara blanca comenzó a emerger por debajo de la piel del agresor— desean nombres, tendrán nombres…!

El gigante se dirigió al bulto, alzó su lanza de obsidiana y se  elevarse unos metros por sobre el suelo. Con voz atronadora gritó:

— ¡Soy Mixcoatl, un dios de la caza y de la guerra, uno de los señores del panteón a quienes ustedes llamaron Aztecas, uno de miles de cazadores y guerreros, y de seguro, el primer dios que verán hoy, hoy vengo a traeros la desgracia a esta ciudad, así como yo, a revelarlos ante la verdad que se rehusaron a creer, a recordarles el miedo al más allá, y a mostrarles por qué antes, solían rezar!

Ahí estaba ante mis ojos, lo imposible, lo imberosímil, algo que proclamaba llamarse un Dios con todas sus letras, y claro como no asumirlo. Hoy es el 21 de diciembre, la humanidad supuestamente encaraba el final de sus días, y hoy, en todas partes del mundo, los Dioses finalmente asumaban sus furiosos rostros, ante quienes por mucho tiempo los habían olvidado.

300px-mixcoatl_telleriano-remensis

 

———> continuará…

MI ESPADA A VUESTRO SERVICIO.

Hace mucho tiempo, años, aya por 2009, empecé un blog con éste mismo nombre en otra página bloggera. Por diversos motivos perdí uso de la página, y por tiempo no pude actualizarme en mis trabajos. Sin embargo ahora hay más posibilidad de crear, no tanto tiempo, pero si más orden y algo más de posibilidad para hacerlo. Quizás algunos pocos me leyeron, y agradezco a quienes siempre me pedían que continúe. Pido perdón por haber desaparecido así ni más, pero ahora ya se acabó ese tiempo muerto.

Vuelve todo, quizás desde cero por propio bien, pero es mejor a veces, empezar de cero.

 

Gracias.